Pasó el último de los grandes bluesmen

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A los 84 años, B.B. King se encuentra en estado de Buda. Le cuesta moverse, toca sentado, se le traban un poco esos dedos todavía curtidos de la cosecha de algodón de cuando era un infante solo por la vida, pero el espíritu le brilla como una supernova. Es un venerable anciano y a la vez un niño que juega con la música y con la gente. Hacía mucho tiempo que no venía a la Argentina con su espectáculo de blues, boogies y standards; su banda tampoco es la misma. Pero en esencia, el tiempo parece no haber pasado: B.B. King emana un estado de gracia que se derrama como bálsamo sobre una audiencia que, poco más, come de su mano.

“Damas: díganles a los caballeros que tengo 84 años... ¡pero que no estoy muerto!”, exclama casi al final de todo. Su recital del miércoles en el Luna Park fue una prueba de vitalidad; esa voz de león ruge como en los mejores tiempos, sin perder sentimiento, afinación ni potencia, y su querida guitarra Lucille, a la que llenó de besos, todavía puede cantar los blues como ninguna otra. El show de B.B. King transitó la vieja rutina que este hombre viene amasando desde las épocas en que el rock and roll no existía; pero el truco, su truco, es hacer que cada show, aunque sea igual, se sienta especial. B.B. King tiene una relación directa con la audiencia; responde a los gritos de la popular, tiene el ojo atento a la platea, y habla en dirección al pullman. Ya en la primera intervención, en la que agradeció la asistencia (como buen “gentleman”), aclaró que estaba contento de volver pero “triste porque extraño a un amigo”. No tuvo siquiera que mencionarlo para que el público se pusiera de pie y ovacionara a Pappo, que se convertiría en una referencia a lo largo del show: B.B. King, en un momento, le dirá “my Pappo”, y en otro recordará que siempre le pedía una canción: “Sweet Little Angel”, uno de esos blues que B.B. King interpreta desde eras muy lejanas. Ahí hay un punto: debe haber tocado miles de veces su colosal “The Thrill Is Gone”, pero siempre logra que suene nueva. Como lo hizo el miércoles.

B.B. King interactúa con su audiencia, pero también con sus músicos, y logra una de las misiones que los bluesman han entendido como pocos: la de entretener. No se trata sólo de conmover con sus blues, o de desatar la euforia con un buen boogie, sino también de hacer que la gente pase un rato divertido, con los problemas esperando sentados en la vereda del Luna Park. En eso, como en tantas otras cosas, B.B. King es un maestro; sin dominar el idioma (“mi inglés es malo, pero mi castellano es peor”, reflexionará) y a través de los infinitos gestos de su cara, logra comunicarse sin problemas. Hay un zumbido en el amplificador que lo tortura, pero eso no lo detiene ni lo distrae más de lo necesario. Sabe que el show debe seguir, y también sabe que seguirá sin él. De hecho, ayer comenzó a despedirse anunciando que éstos son sus últimos shows en América del Sur. El hombre es consciente de su mortalidad y, lejos de eludirla, la encara como en el magistral “See my Grave is Kept Clean” (“Cuidá que mi tumba esté limpia”, genial tema de Blind Lemon Jefferson). Pero, como dice, es viejo pero no está muerto.

B.B. King es el último de los grandes bluesmen que queda sobre el planeta; una raza de hombres que refinó durante un siglo el antiguo arte de interpretar los blues. Al igual que Louis Armstrong con el jazz, B.B.King ha sido un embajador del blues y logró popularizar el género en todo el mundo. Una misión que sigue cumpliendo con gracia y estilo inimitables.

Polémicas y dedicatorias

Para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. B.B. King les dedicó un tema a las mujeres presentes, el blues “All Over Again”. Y aprovechó para deslizar una tenue crítica a dos estilos en boga. Dijo: “En mi país, hay dos estilos, el rap y el hip-hop, en los que tratan muy mal a las damas. A veces, me dan ganas de tirar la guitarra y correrlos”. Para no quedar mal con la muchachada, también reservó un tema para los caballeros: “Rock Me, Baby”. Al final, cuando ya se retiraba del escenario, realizó su habitual entrega de escuditos, y cuando se le acabaron, B.B. King comenzó a arrojar souvenirs con cadenitas símil oro. Eso ocasionó un gran revuelo entre las primeras filas, que se vieron invadidas por hordas de muchachitos desesperados por hacerse de una de ellas. Cuando la cosa comenzó a subir de tono, B.B. King se fue del escenario. La mayoría del público se había ido y todavía quedaba gente revisando las butacas para ver si había quedado algo tirado en el piso. ¿Habrán creído que era oro de verdad?

Fuente: http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=40591

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